
Era el amanecer del 16 de abril de 1531. El sol apenas comenzaba a asomarse tras las siluetas majestuosas de los volcanes Popocatépetl e Iztaccíhuatl, cuyas cumbres aún conservaban el frío abrazo de la nieve. El aire fresco del valle de Cuetlaxcoapan se mezclaba con el aroma terroso de la tierra recién removida, mientras miles de personas se congregaban en un pequeño espacio abierto, donde el destino de una nueva ciudad estaba a punto de escribirse.
Aquel valle, cuyo nombre en náhuatl significa “Donde las serpientes cambian su piel”, era un territorio antiguo, testigo de civilizaciones que habían florecido y desaparecido, un lugar cargado de historia y misterio. La ubicación, rodeada por los volcanes Popocatépetl, Iztaccíhuatl, Pico de Orizaba y La Malinche, se situaba entre el camino que conecta la Ciudad de México con Veracruz, facilitando el comercio y la comunicación.
Pero ese día, la historia se renovaba con la llegada de colonizadores españoles y la participación de pueblos indígenas aliados: tlaxcaltecas, cholultecas, huejotzingas, calpenses y tepeacas, que sumaban entre 35,000 y 40,000 almas reunidas para ser testigos y actores de un nuevo comienzo.
El murmullo de las voces indígenas se mezclaba con el sonido de los instrumentos europeos y el eco solemne de las plegarias. El padre Motolinia, con voz firme y serena, dirigía la misa de fundación, bendiciendo el suelo sobre el que se levantarían las primeras casas y la iglesia principal. Los españoles, liderados por el arquitecto Alonso García Bravo, trazaban con precisión el diseño en cuadrícula, un plan renacentista que impondría orden y estructura a este territorio que, hasta entonces, había sido un mosaico de caminos y cultivos.
Los primeros ladrillos se colocaron con manos firmes, entre la esperanza y la incertidumbre. La tierra, fértil y generosa, prometía abundancia, pero también desafíos: lluvias intensas y el implacable paso del tiempo pondrían a prueba la resistencia de este naciente asentamiento. Sin embargo, el espíritu de colaboración entre españoles e indígenas, la visión de un futuro próspero y la fuerza de la comunidad comenzaron a dar forma a lo que sería la Ciudad de los Ángeles.
Desde ese instante, Puebla no solo fue un punto en el mapa, sino un crisol donde convergieron culturas, tradiciones y sueños. El valle de Cuetlaxcoapan, con sus serpientes que cambiaban de piel, parecía reflejar la transformación profunda que viviría esta tierra, destinada a convertirse en un símbolo de identidad y patrimonio para México.
Hoy, casi cinco siglos después, en su aniversario, Puebla recuerda aquel primer día en que, en medio de un paisaje volcánico y con la esperanza de un futuro próspero, sus fundadores dieron vida a una ciudad que, siglos después, sigue siendo un símbolo de identidad y patrimonio en México.