
La creciente participación de menores de edad en actividades delictivas se ha convertido en un preocupante flagelo social que demanda una comprensión profunda de sus causas y una intervención multifacética.
Lejos de ser un fenómeno aislado, los reportes indican que cada vez más jóvenes se ven inmersos en el mundo del crimen organizado y la delincuencia común, planteando serios interrogantes sobre las fallas de nuestro entorno social.
La incursión de niños y adolescentes en el crimen no es un acto espontáneo, sino el resultado de un complejo entramado de factores socioeconómicos, familiares y sicológicos.
Entre las razones más recurrentes que los empujan a esta senda se encuentran:
La falta de oportunidades económicas, la precariedad laboral en sus entornos familiares y la ausencia de expectativas de futuro son caldo de cultivo. La promesa de dinero fácil, aunque ilusoria y peligrosa, se presenta como una vía de escape a la miseria.
Hogares disfuncionales, la ausencia de figuras parentales estables, el maltrato físico o sicológico, y la exposición a la violencia en el propio núcleo familiar pueden empujar a los menores a buscar refugio y sentido de pertenencia en grupos delictivos, donde paradójicamente encuentran una "familia" alternativa.
La deserción escolar, la baja calidad educativa o la falta de acceso a programas formativos que les brinden herramientas para un futuro digno limitan drásticamente sus opciones, dejándolos vulnerables a la seducción del delito.
Sentirse marginados, no valorados por la sociedad o ser víctimas de discriminación puede generar resentimiento y un deseo de rebelión, encontrando en el crimen una forma de afirmación o pertenencia.
Crecer en colonias o barrios con alta presencia de grupos delictivos, la presión de pares y la normalización de actividades ilícitas los expone a un riesgo constante de ser reclutados o inducidos a participar.
El consumo de drogas y alcohol no solo es un factor que puede llevar a cometer delitos para financiar el hábito, sino que también debilita la capacidad de juicio y resistencia a la presión externa.
La ausencia de programas de prevención del delito, la escasa inversión en espacios recreativos y culturales para jóvenes, y la debilidad de las instituciones encargadas de la protección de la infancia contribuyen a perpetuar el ciclo.
Los delitos más recurrentes: un patrón alarmante
Según diversos reportes y análisis sobre la delincuencia juvenil, los delitos más comunes en los que se ven involucrados menores de edad incluyen:
El robo es uno de los delitos más frecuentes, abarcando desde el robo a transeúntes, robo a casa habitación, robo de vehículos y robo a negocios. La facilidad para obtener un botín y la percepción de menor riesgo legal, en comparación con delitos más graves, lo hacen atractivo.
La venta de drogas al menudeo es una actividad lucrativa para las redes criminales, que utilizan a menores por su menor punibilidad y su facilidad para pasar desapercibidos.
Sin embargo, en zonas controladas por el crimen organizado, los menores son a menudo utilizados también para llevar a cabo extorsiones telefónicas o directamente cobrar cuotas a pequeños comerciantes.
Ligados a riñas, ajustes de cuentas o como parte de actos de intimidación dentro de grupos delictivos.
También el homicidio (en menor medida, pero creciente). Aunque en menor proporción que otros delitos, la participación de menores en homicidios, especialmente en contextos de crimen organizado, ha mostrado un preocupante aumento en algunas regiones. A menudo, son utilizados como sicarios o participan en confrontaciones violentas.
Y la pertenencia a pandillas o la vinculación con grupos de la delincuencia organizada los expone a participar en una gama de delitos más amplia y violenta.
La problemática de los menores en el crimen es un reflejo de las fracturas en el tejido social. Abordarla no solo implica acciones punitivas, sino, fundamentalmente, una inversión masiva en prevención.
Esto incluye el fortalecimiento de las estructuras familiares, el acceso universal a una educación de calidad y oportunidades laborales, la creación de espacios seguros y recreativos, programas de atención sicológica y adicciones, y una verdadera voluntad política para atacar las causas estructurales de la desigualdad y la pobreza.